Esta antigua tradición, conocida
como el Rito del Beso, tiene lugar en la Ermita de la Luz, y supone el broche
final a las fiestas de “El Puchero” que se celebran en la localidad avilesina
de Villalegre. Una vez finalizada la habitual misa, los novios han de compartir
un cántaro de leche presa (similar a la cuajada) y cumplido ese ritual, el
novio ha de arrojar el recipiente contra el crucero que se encuentra al lado del
templo.
El número de trozos en que se rompe el recipiente es ni más ni menos el número de besos que los futuros esposos han de darse ante los asistentes, si bien el tipo de beso puede ser de “formato libre”, un simple pico o un beso en condiciones, todo depende del atrevimiento de la pareja. La conclusión final de todo ello es que los esposos tendrán un futuro próspero y halagüeño.
El número de trozos en que se rompe el recipiente es ni más ni menos el número de besos que los futuros esposos han de darse ante los asistentes, si bien el tipo de beso puede ser de “formato libre”, un simple pico o un beso en condiciones, todo depende del atrevimiento de la pareja. La conclusión final de todo ello es que los esposos tendrán un futuro próspero y halagüeño.
Ermita y primer plano del crucero contra el que se lanza el recipiente |
En este año 2017 la pareja
“protagonista” fue la formada por Jairo
Gutiérrez y Beatriz Goncalves, que se casan a finales de año (por supuesto en
la ermita) y contaron con la presencia especial de su hijo Yago, fruto de su
relación de 6 años. El número de trozos,
y por añadidura de besos, en que se rompió el recipiente fue de 130, y el tipo
elegido por los futuros cónyuges fue el del “pico”, que fueron contados y
coreados uno a uno por los asistentes. En el siguiente vídeo subido a youtube puedes ver la celebración del año 2010.
La costumbre de romper una vasija de
leche presa enlaza con la tradición generalizada que existe en todo el mundo
que equipara la rotura de un cántaro a nivel simbólico con la rotura del
vientre materno para dar a luz. En Luera, la costumbre ha tenido distintas
variantes, no sólo la rotura ya comentada tras estrellar el puchero contra el
suelo, también en su momento se le hacía rodar monte abajo. Símbolo inequívoco
de esta ancestral tradición, es la mención que a la misma hace el escritor
asturiano Armando Palacio Valdés en
su obra “El Cuarto Poder” (publicada en Madrid
en 1.888), donde se recoge el siguiente párrafo:
“Alrededor de la ermita las
mujerucas de los contornos….vendían leche en pucheros de barro negros…..La
gracia de aquella romería estribaba en tomar lecha por la mañana en la ermita,
jugar luego con los pucheros y romperlos al fin haciéndolos rodar monte abajo. Pablito compró más de una docena de pucheros
con leche…con que obsequiar a sus conocidas.
Luego retozó con ellas largamente…..”.
Conviene recordar igualmente que en
Asturias a la leche y la manteca del mes de mayo se les han venido reconociendo
tradicionalmente ciertas propiedades curativas, de ahí el origen del dicho
popular “ La manteca de mayo es buena para todo el año”.
Como toda tradición, tiene detrás de sí una leyenda, si bien son varias las que tienen como protagonistas a los dueños del caserón de Luera, la que con mayor fuerza ha ido trascendiendo a lo largo de los tiempos es la que te dejamos en las siguientes líneas, a buen seguro que te gustará:
Como toda tradición, tiene detrás de sí una leyenda, si bien son varias las que tienen como protagonistas a los dueños del caserón de Luera, la que con mayor fuerza ha ido trascendiendo a lo largo de los tiempos es la que te dejamos en las siguientes líneas, a buen seguro que te gustará:
En la colina de Lluera aún está en pie y habitado el viejo palacio o Torre
desde cuyos ventanales se divisa claramente la ermita de la Virgen y su fuente.
Hace ya muchos años vivieron aquí unos Condes a los que la Virgen, por especia
favor, les concedió un hijo después de esperarlo largo tiempo. Cada año, en
agradecimiento a Nuestra Señora, regresaban de lejanas tierras, como las
golondrinas, a celebrar «La Luz de Mayo» y a disfrutar parte del verano.En
torno al caserón, diseminados por la ladera del monte, algunos caseríos de
mísera estructura al estilo feudal daban albergue a los siervos que cuidaban de
la hacienda de los Condes. En uno de ellos vivía un matrimonio cuya hija, subía
con frecuencia a la colina a dejar a los pies de Nuestra Señora de Luera la
guirnalda de flores que había entretejido con primor en los días rumorosos del
mes de mayo mientras cuidaba las ovejas. Era una pastora digna de que la Virgen
María cualquier tarde le hablara desde una encina. No fue así.
Un día, mientras estaba bebiendo de bruces en la fuente, que aún hoy mana
no lejos de la ermita, sintió cómo unos ojos la miraban. Antes de elevar los
suyos, pudo ver un instante, reflejada en el agua, la figura apuesta de un
joven, el hijo de los Condes, y que ella, por un momento, se imaginó el
príncipe azul tan esperado. Ambos se miraron tiernamente y el amor llegó
puntual a su cita y cada tarde la fuente
fue testigo fiel de mil y una promesas.
La Condesa observaba desde las ventanas de La Torre de l palacio de Lluera
con preocupación, más de linaje que de madre, las idas y venidas de su hijo a
la fuente, los cada vez más reiterados encuentros y el cariz que iba
tomando aquella disparatada amistad.
«Esperaremos al mes de agosto o a septiembre -le decía la condesa al
Conde-. No debemos infundir sospechas.
Nuestra marcha, a finales de verano,
pondrá fin a este ridículo idilio. ¡Estaría bueno! ¡Nuestro único hijo casado
con una vulgar desarrapada...!»
Aquel año, nadie supo por qué los Condes se fueron mucho antes de que se
acabara agosto, apenas pasada la fiesta. Los dos enamorados lloraron de
tristeza y se juraron eternas promesas de fidelidad y amor. El día de la
despedida fue especialmente esperado y preparado. Se citaron, no junto a la
fuente, sino junto a la ermita, donde ya alguna otra vez se habían visto.
Allí se coronaron de besos y promesas, casándose ante Dios y ante los
muros, testigos: todas las estrellas. Y allí se prometieron fidelidad y una vez
más eterno amor. El hijo del Conde arrancó la medalla que llevaba al cuello con
su título e iniciales y la puso amorosamente al cuello de la joven: «Aquí tienes las arras. Guárdala como un
recuerdo».
Pasó el tiempo y llegó de nuevo mayo Los Condes no llegaban. Ni tampoco el
junio. Un buen día la pastora desapareció del caserío y cercanías. Nadie supo
más de ella por más que padres y allegados la buscaron por montes y barrancas.
¿Qué había sucedido? Cuando al cabo de un tiempo supo que iba a tener
un hijo, temerosa del castigo de su padre, fiel servidor del señor de Luera, y
queriendo evitar el escándalo con el desprestigio del Conde y de su hijo, ante
la carencia absoluta de noticias de quien juró amarla eternamente y regresar de
nuevo, huyó de casa una noche. Dicen que anduvo, anduvo, hasta el amanecer.
Medio muerta de agotamiento se hospedó en casa de una buena mujer donde dio a
luz un niño, muriendo ella al poco tiempo, no sin antes haber colgado la
medalla al cuello del pequeño y haber dado alguna explicación a aquella mujer
tan bondadosa que tan desinteresadamente la acogió. El niño creció sano y
robusto, ayudando en las faenas del campo a su protectora. Cuando al fin del verano
regresaron los Condes a cumplir la promesa, el hijo en vano interrogó a todos
los labriegos del lugar y cercanías por la pastora. Nadie sabía nada o no
querían saberlo por miedo al Conde.
Pasaron muchos años. Una mañana por el camino de la ermita subía un
joven aldeano. También él tenía una promesa que cumplir hecha por su madre poco
antes de morir: «Si logro este hijo
mío, lo llevaré en promesa a la ermita de Nuestra Señora de Lluera» y él
tomó sobre sí el compromiso. Cuando llegó a la ermita, rendido de cansancio y
sediento, se acercó a la fuente para apagar la sed. Una gaita inundaba el valle
con su monótona música entre ijujús y
asturianadas. Cerca de la ladera norte los jóvenes rompían contra el suelo o
monte abajo cazuelas de barro negro después de tomar la leche presa que en
ellas se vendía, como un rito ancestral. «¡Cada
pedazo, un beso! ¡Cada pedazo,
un beso!...», se oía gritar entre el lógico regocijo de los
protagonistas.
Algunos romeros se habían ya sentado cerca de la fuente bajo los viejos
robles que brindaban su sombra secular. El joven se arrodilló y bebió de bruces
aquel agua que manaba clara y mansa. Cuando trató de izarse, la medalla cayó
sobre la fuente.
Uno de los presentes la vio brillar, miró fijamente al joven y, como movido
por un resorte, se abalanzó hasta el agua y tomó entre sus manos aquel trozo de
metal precioso aún pendiente del cuello. Era el hijo del Conde que cada día, en
vano, se acercaba a la ermita y a la fuente, esperando volver a ver de nuevo
cualquier día a la pastora.
Un grito incontenible se escapó de sus labios: «¡Hijo mío!». El joven aldeano se dio cuenta, al punto, de quién
era aquel hombre, y sin dar crédito a su corazón, abrazándose al Conde, no pudo
menos que exclamar: «¡Padre mío!».
Los dos quedaron largo tiempo abrazados en medio del oleaje inmenso de
recuerdos y lágrimas, de sollozos y alegrías. Hubo que arreglar algún papel y
cambiar unos apellidos. Se dieron algunas explicaciones, las imprescindibles. A
partir de aquel día, el joven peregrino, que llegó a cumplir una promesa, fue
el heredero de todo aquel Condado de Luera. Desde entonces las jóvenes del
lugar, cuando llega La Luz de mayo, se acercan antes de amanecer al manantial y
beben, beben agua milagrosa y clara de bruces sobre la fuente.
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